I. Introducción

La bitácora personal digital constituye en primera instancia una extensión de aquel diario que muchos de nuestros mayores guardaban celosamente debajo de la almohada o con sus joyas más preciadas. No obstante, a pesar de mantener en muchos aspectos el encanto de aquellas páginas cuidadosamente resguardadas de miradas indiscretas, cuya revelación constituyera para muchos fuente de lecturas subrepticias, de deleite o de escándalo, la bitácora digital con su novedosa riqueza de contenidos multimedia se ha convertido progresivamente en el formato de expresión más accesible para millones de habitantes del planeta.

El diario personal es una de las formas más antiguas y difundidas de escritura y es, entre las opciones formales de la escritura autobiográfica, una de las que presenta registros de mayor extensión en la historia.

Así como en las autobiografías clásicas se registraban tanto por medio de los diarios en sí, como de agendas, cartas, árboles genealógicos, testimonios, memorias, confesiones, crónicas, relatos personales, entrevistas y conversaciones; hoy en día es posible incluir en las bitácoras personales digitales todos estos documentos y otros muchos de aparición relativamente reciente como retratos, grabaciones, películas y reproducciones digitales provenientes de todo tipo de formatos históricos e incluso prehistóricos antes impensables en una biografía.

Nuestra vida es una excelente fuente de datos e inspiración para la escritura. Una autobiografía es la experiencia textual de alguien que quiere decir quién es sacando a la luz varios de los seres que se ocultan en su interior y que, en definitiva, son máscaras del mismo individuo.
Mantener un diario fue por muchos siglos una forma muy sencilla e íntima de la biografía.
Aun cuando la biografía, vista como género, es una experiencia textual que responde a la amenaza que significa la posibilidad de quedar en el anonimato, permitiendo al yo del presente viajar hacia el yo del pasado; el diario, entendido como especie, constituye un subgénero excelente para el juego con el anonimato y el secreto.
Este viaje, unas veces tan público como hubiera sido hasta hace poco la locura de un ser desnudo que gritara el domingo a la hora de salida del cine o de la iglesia del poblado sus hechos más profundos, y otras tan oculto que casi se pensara no existiera atrás de la palabra, del sonido o de la imagen un sujeto responsable, posibilita la exploración de los repliegues del espacio interno, el análisis de los conflictos y la objetivación tangible, entre estos dos extremos del yo que cada quien precise publicar, de su concepción a la medida justa de su propia libertad, sin invadir a los demás. Pero, ese acto de ejercitar la autorreferencia sigue enfrentando el yo al miedo a ser penetrado, descifrado, desposeído de secretos y, por último, juzgado. Esto obliga al titular de la bitácora, como a todo autobiógrafo, a seleccionar su material con determinado sesgo: a decidir qué va a contar, dónde detenerse y cómo resolver aquellos puntos en que su recuerdo se ha borrado, ya antes que se aniquile el cuerpo, de la memoria colectiva o, incluso, de la suya misma.

Sea el que sea el final de aquel proyecto que se inicia al alumbrarnos a la vida, siempre que se fija la memoria en la escritura queda, como indica aquella cita predilecta de Juan Gil-Abert, el camino hecho por el grande o el modesto y ambos tienen sus efectos. (Juan Gil-Abert, Breviarium vitae, Alicante, 1979)

El diario, como otros documentos autobiográficos, nos permite escribir desde la experienciación de la vivencia y nuestra interpretación de la misma. Sin embargo, a diferencia de estos otros medios, los asientos en el momento mismo o poco después de la vivencia tienen la virtud de “congelar el tiempo”.
El diario registra lo que nos importa desde lo inmediato, en la época o en el instante.
Esta “frescura del registro” proporciona al observador futuro, sea el propio biógrafo o uno externo, la secuencia de aquellos hechos, pensamientos, sentimientos, ideas y percepciones que le resultaron importantes a la hora de plasmarlos y su evolución en ese “tiempo real” tan caro a nuestra contemporaneidad.

La lectura de las entradas en un diario equivale a observar las evoluciones del autor y de su época en un espejo con la forma que se atribuye a sí mismo el artífice.
Se presenta al espectador en cada asiento o anotación del diario un cuadro que se pinta y se observa “con las pestañas en el lienzo”, que se plasma y se mira desde un sitio muy cercano a un punto de fuga total común para la perspectiva y la luz.
Este punto de fuga único que se va moviendo con el mismo creador, esta escritura hecha textualmente “con la nariz pegada de la hoja”, esta narración de un ojo siempre miope, puede decirse sin contradicción que se extiende perpetuamente, como un microscopio de infinitas dimensiones, en todos los registros.

Cada nota o registro en la bitácora se convierte entonces en otro punto de fuga absoluto que abarca permanente todo el horizonte y de él parte siempre cada rayo subsiguiente del color de la paleta, de la gama de sabores y de olores.
Los post, van corriendo paralelos con los cambios de la pluma, del teclado, del ratón, del ojo, de la mente, del olfato, la papila, el corazón o el oído de aquel que las plasmó, permitiendo ver página tras página como se extienden, se cortan, convergen o divergen del primero hasta el último renglón.
Puede entonces apreciarse en el tiempo, desde la distancia del después, la evolución del mundo y del propio actor-autor reflejados en el devenir de esa sucesión de autorretratos y paisajes, donde queda reflejada su visión de él mismo y de todo aquello que consideró digno del rescate del olvido.

Escribir lo que nos asalta con mayor viveza, aquello que consideramos importante recordar, desde el ahora y el aquí, enriquece nuestra pluma y nos permite a posteriori percibirnos más como nos ven los otros, al alejarnos en el tiempo de aquello que en un momento dado parecía tan enorme que lo confundimos con nosotros, que creemos tan nosotros mismos, y comprender lo que queda y lo que pasa.
La continua curiosidad introspectiva puede darnos a la larga la distancia necesaria para abarcar y sopesar el valor de cada pincelada en el cuadro de la vida propia o ajena con mirada sabia.

La identidad real y la identidad mitologizada de los diferentes roles se mezclan en el diario. En él, mostramos detalladamente los disfraces, proyecciones, imágenes confusas y contradicciones flagrantes que nos pueblan. Y es precisamente allí donde el lenguaje que usamos para hablarnos, nuestro discurso interno, la manera en que nos tratamos y nos percibimos, podría verse de manera más directa.

La forma de profundizar en este ese espacio y el estilo en que lo hilamos nos rebela, nos relata y nos delata.
Nuestra historia es la historia, sumada a las historias, en todos los aspectos, y esa sumatoria de todas las vivencias es la historia verdadera de la fracción humana del planeta.
Suprimirse, no escribir, no agregar la ínfima versión de la aventura personal a las zagas de la especie es empobrecer a todos el recuerdo y restar de la futura tradición lo que aporta mi experiencia, grande o chica, mala o buena.

Como todo oficio, el oficio de escribir un diario es aprendizaje y más en estos tiempos donde la complejidad creciente de las obras hace necesarias disciplina y rigor crecientes del oficio.

La prosopopeya es la figura retórica que rige la autobiografía y por ende el diario. Consiste en atribuir a las cosas inanimadas o abstractas, acciones y cualidades de los seres animados o bien poner discursos en boca de personas muertas o ausentes.
Así, escribir sobre uno mismo implica dar voz a aquello que no habla, dar vida a lo muerto. En el caso de la bitácora esta vida extendida de los hechos y las cosas la otorgamos o queremos dilatar desde el momento mismo de su muerte, fijando la sonrisa o la mueca, en la cera exactamente cuando casi se congela para mantenerlo vivo en el recuerdo. Pero está máscara la retocará, todavía fresca, el siguiente post en la página que viene. Así el diario se convierte en el retoque permanente de un pasado casi vivo y casi muerto.
Es imposible, plasmar la historia verídica de una persona -“yo”- que sólo existe en su idea de sí mismo, que se percibe como el “yo constante” en el presente eterno, incesante.
Entonces hay que reinventar la permanencia del ser que se percibe solo y único en su continente de la piel adentro, el principio y fin de su universo, el marino imparable que incesantemente avanza por el mar que le resulta el resto, porque todo lo demás le parece “externo”, mientras él permanece quieto con respecto de sí mismo, en cada imagen que grabamos página tras página del diario.
Aún así el diario no se agota aquí, cumple, además el papel de oráculo al que nos acercamos con nuestra ignorancia permanente de nosotros mismos, con ese desenvolvernos que pretende descubrirnos o formarnos día a día a nuestra propia imagen en cada recodo del camino.
Puede escribirse para los otros, los nosotros, los tú, los ustedes o los ellos, presentes o futuros, para el yo de ahora o para los yos desconocidos que seremos.
La bitácora es otra de las tantas representaciones que podemos efectuar de lo que creemos ser pero una muy completa, hoy por hoy, gracias a las herramientas discursivas fruto de los miles de años que lleva aprendiendo a escribir la humanidad y a los recursos multimedia que pone a nuestra disposición la era digital.

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